Dr. Víctor R. Yáñez Pereira / Vicedecano Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades / Universidad Autónoma de Chile – Sede Talca
Tomando como marco el principio de justicia social, instaurado en el siglo XIX, hemos de justificar la mayor relevancia que cobra la justicia educacional, cuyo sentido se expande en contextos democráticos y de profundo respeto a los derechos humanos, centrados no sólo en la equidad, sino en garantizar máximas oportunidades de desarrollo.
Como enfatiza la ONU, cuando prima la justicia, la convivencia social se constituye en plataforma de una vida buena, pacífica, próspera y comprometida con el bien común. Ese es el motor de la inclusión social, donde junto con asegurar un piso de igualdad jurídica, surgen escenarios de reconocimiento a las diversidades para que los diferentes géneros, estilos y proyectos de vida sean verdaderamente legitimados.
Según Adela Cortina (2007), aquello se logra apuntando a un Estado en que la ética cultive la cordialidad humana, siendo capaces de orientar relaciones sociales y de producción que luchen, consistentemente, contra la discriminación, vulnerabilidad y postergación entre grupos, presuntamente, antagónicos.
Tal asunto, no tiene que ver, únicamente, con una mejor distribución del ingreso y reparto de la riqueza, sino también con una más sólida construcción de lo público. El foco no debe restringirse a la satisfacción de necesidades básicas, ha de expandirse hacia mecanismos que coloquen especial ahínco en reducir brechas ligadas a condiciones socioeconómicas, de género, etnia, orientación sexual, discapacidades, edad, etc.
De esta forma, la justicia educacional representa una filosofía de base que ilustra la educación de calidad, asegurando, efectivamente, movilidad social. Sin desconocer que más de 11 millones de niños, niñas y adolescentes se encuentran fuera de la educación formal y que uno de cada cinco jóvenes entre 15 y 24 años no estudia ni trabaja (UNESCO), es imperioso junto con atender asuntos de acceso, cobertura, recursos institucionales e infraestructura, poner el acento en políticas y programas que respondan a la heterogeneidad formativa.
Tal posibilidad exige contar con un capital humano capaz de anticiparse a las complejidades y cambios socioculturales del país (escolarización temprana, migraciones, competencias digitales, desarrollo cognitivo, bullying, entre otras). Hablamos de incentivar lógicas que avalen nuevos currículums, pero también un andamiaje pedagógico y didáctico innovado, situado y flexible para enfrentar una “cuestión educacional” a la que, junto con distanciamientos de conocimiento y participación, se yuxtaponen fenómenos como la discriminación, segregación, violencia, abuso.
Acá, las universidades son agentes clave para formar dicho capital humano, así como promover investigación inter y multidisciplinar e innovación educativa, divulgar dicho conocimiento y desarrollar planes de acompañamiento colaborativo a entidades decisionales. Eso, daría más eficiencia a respuestas de la agenda y política pública que apunten hacia la justicia, mediante la gestión de la diversidad y estrategias de inclusión en distintos niveles del sistema educacional.